Por Joshua Coen
Palacio de justicia. Lima. |
El pensamiento liberal no ha dejado de lamentar la muerte de John Rawls, una de sus más destacada voces contemporáneas. En su filosofía política, Rawls procuró siempre conciliar los principios de igualdad y libertad, y apostó por una serie de ideales éticos realizables, alejándose del mundo de la utopía.
Febrero 2003:
John Rawls, el más grande pensador político de Estados Unidos, murió a fines de noviembre, a los 81 años de edad, en su casa de Lexington. Profesor de filosofía en Harvard desde 1962, Rawls fue un maestro estimulante y una persona ejemplar. Infinitamente generoso y amable, su vida encarnaba el respeto a la humanidad, principio que impartía a través de su pensamiento —original y sorprendente combinación de libertad e igualdad, animado por la tolerancia y la democrática confianza en las posibilidades humanas—, el cual transformó la base de los debates modernos sobre la justicia.
Durante gran parte del siglo xx, a muchas personas les parecía contradictorio un pensamiento político centrado a la vez en la libertad y la igualdad. Los igualitarios, indignados por las grandes diferencias que hay entre la vida de los ricos y la de los pobres, rechazaron el liberalismo clásico de John Locke y Adam Smith, por considerar que concedían una importancia indebida a los derechos jurídicos y las libertades, sin tomar en cuenta el destino de las personas comunes y corrientes. El liberalismo tradicional, alegaban, defiende la igualdad ante la ley, pero tolera las profundas desigualdades del sino de las personas. Los liberales clásicos, en cambio, defendían la libertad personal y criticaban a los igualitarios por su paternalismo y por estar dispuestos a sacrificar la libertad humana en nombre de alguna posible utopía futura. En la práctica, los Estados democráticos de bienestar intentaron, con mayor o menor éxito, garantizar las libertades personales y políticas y a la vez proteger a las personas del mercado libre. Pero las opciones políticas se oponían en forma tajante. Entre el liberalismo clásico de Friedrich von Hayek y el igualitarismo de Karl Marx todo eran concesiones políticas inestables, o un equilibrio ad hoc de valores rivales.
El libro de Rawls Teoría de la justicia, publicado en 1971, modificó este panorama. Proponía un concepto de justicia —que llamaba "la justicia como equidad"— comprometida por igual con los derechos individuales asociados al liberalismo clásico y con un ideal igualitario de distribución justa que se suele asociar a las tradiciones socialista y democrática radical. La justicia como equidad, decía, se propone "reconciliar la libertad y la igualdad". Si bien su pensamiento no tuvo gran influencia en la política de Estados Unidos, su obra promovió un considerable renacimiento de la filosofía política en ese país y en todas partes (Teoría de la justicia se ha traducido a más de veinte idiomas) y ha sentado las bases de todo el debate posterior sobre las cuestiones fundamentales de la justicia social.
La conciliación de libertad e igualdad propuesta por Rawls se expresa en sus dos principios de justicia. El primero —libertades básicas iguales— afirma que todos los ciudadanos tienen derecho al más amplio sistema de libertades individuales y políticas, básicas e iguales, compatibles con un sistema similar de libertades para los demás. Este principio exige una estricta protección de la libertad de pensamiento y de conciencia, la libertad de sindicación, los derechos de participación en la política y los derechos asociados con los debidos procedimientos jurídicos. Estas libertades —sostiene— tienen especial prioridad y no han de limitarse en nombre del bien general de la comunidad. El primer principio de Rawls también incluye una exigente norma de igualdad política, de conformidad con la cual las oportunidades de las personas para desempeñar cargos públicos y ejercer influencia política deben ser independientes de su posición socioeconómica. Los ciudadanos motivados y capaces de participar activamente en la política no deben estar limitados por la falta de fortuna personal.
El segundo principio de Rawls sobre la justicia limita el alcance de las desigualdades sociales y económicas. Exige, en primer lugar, que los empleos y los puestos de responsabilidad —a menudo retribuidos en forma inequitativa— estén al alcance de cualquier persona, de conformidad con las condiciones de una igualdad razonable de oportunidades. La exigencia de una igualdad justa consiste en que las personas de igual capacidad y motivación deben tener las mismas oportunidades de alcanzar los puestos que deseen, no obstante su origen social. Tener acceso a un trabajo bien retribuido y gratificante no debería depender de las circunstancias en que una persona ha crecido.
Pero, aun en una sociedad que consigue una igualdad justa de oportunidades, puede seguir habiendo inquietantes desigualdades económicas. Por ejemplo, algunas personas, debido en parte a sus capacidades naturales, tienen ciertas aptitudes difíciles de encontrar que son bien remuneradas en el mercado, mientras que otras personas carecen de esas mismas aptitudes. Supongamos que las personas de estos dos grupos trabajan mucho y dan cuanto pueden dar. Con todo, obtendrán resultados considerablemente diferentes y esas diferencias repercutirán profundamente en sus vidas.
El problema es que estas desigualdades de retribución se basan en parte en "circunstancias naturales fortuitas", en cómo le ha ido a las personas en la lotería de la vida. ¿Por qué —interroga Rawls— debería irles mejor a unas personas que a otras sólo en virtud de los accidentes de las capacidades naturales? "Se justifica más —insiste Rawls— permitir que los ingresos y la riqueza se repartan de conformidad con la distribución de los bienes naturales que no por la suerte histórica y social."
Para resolver este problema Rawls propone lo que llama "principio de la diferencia", que exige elevar al máximo las posibilidades económicas de los miembros menos favorecidos de la sociedad. Este asombroso principio exige limitar la medida en la que unas personas son más ricas que otras sólo porque sucede —lo que no es mérito suyo— que han nacido dotadas de una aptitud difícil de encontrar, como la coordinación entre la mano y la vista de los grandes deportistas o un don matemático raro. La justicia y la equidad no exigen una simple igualdad: es legítimo que un cirujano gane más que un maestro, porque los ingresos más elevados compensan la costosa formación escolar.
Las desigualdades de ingresos también pueden utilizarse como incentivos para alentar a los abogados o a los capitalistas a dedicarse a actividades que rechazarían en otras condiciones. Pero la justicia impone que esas desigualdades beneficien sobre todo a las personas que están en condiciones económicas menos favorables.
Lo que propone principalmente Rawls es rechazar la idea de que nuestro sistema económico es una carrera o concurso de aptitudes, concebido para premiar a las personas de buena familia, a las personas ágiles y talentosas. En cambio, nuestra vida económica debe formar parte de un sistema justo de cooperación social, concebido para asegurar que todos lleven una vida razonable. "En la justicia como equidad —afirma Rawls— los hombres aceptan compartir su suerte. Las instituciones se crean para aprovechar los accidentes de la naturaleza y la circunstancia social sólo cuando sea en beneficio de todos."
La defensa de los dos principios de Rawls revive la idea del contrato social de Hobbes, Locke, Rousseau y Kant. La tradición del contrato social propone que la forma más razonable de organizar una sociedad sea aquella en que estuvieran de acuerdo por unanimidad sus propios integrantes. A partir de esta idea, Rawls nos pide imaginarnos en una situación hipotética —que denomina "posición original"— en la que hay que escoger los principios de justicia que se utilizarán en nuestra propia sociedad. Concibe esta situación inicial para reflejar la idea ética de que somos personas morales libres e iguales, capaces de cooperar equitativamente, de elegir nuestros objetivos y tratar de alcanzarlos. De modo que las características que nos distinguen no son pertinentes para decidir a lo que tenemos derecho por razón de justicia. Hay que imaginar, así pues, que nuestra selección de principios de justicia se da tras un "velo de ignorancia", en el que no conocemos nuestro origen social, nuestras aptitudes naturales, nuestro sexo, raza, religión ni principios morales. No sabemos, en suma, si ha habido circunstancias naturales y sociales fortuitas que hayan intervenido a nuestro favor.
Al pensar tras ese velo de ignorancia, dejamos de lado lo que nos distingue y sólo nos concentramos en lo que tenemos en común como personas morales libres e iguales.
Rawls afirma que las personas que se encontraran en la posición original escogerían sus dos principios. Para entenderlo, hay que imaginar la necesidad de escoger principios para la sociedad de la que uno forma parte en condiciones de extrema ignorancia. No se sabe qué persona será uno, pero habrá que vivir con los principios que se escojan. Así que se querrá garantizar que la sociedad sea aceptable para todos. Los dos principios —sostiene Rawls— proporcionan precisamente esta garantía. Aseguran que sean aceptables los acuerdos sociales para todos los integrantes de una sociedad en condiciones de igualdad, en particular porque les garantizan a todos las libertades básicas y un nivel aceptable de recursos, incluso para los que están en la posición social más baja.
Abraham Lincoln dijo que Estados Unidos se había concebido en la libertad y dedicado al principio de la igualdad de todos los hombres. En Teoría de la justicia se sostiene que la justicia como equidad es la versión más razonable de justicia para una sociedad con ese principio y misión.
En los decenios de 1970 y 1980, la combinación de libertad e igualdad propuesta por Rawls fue objeto de críticas provenientes de dos sectores: los pensadores políticos libertarios, opuestos a su igualitarismo, y los comunitarios, opuestos a su liberalismo. La gran crítica libertaria fue de Robert Nozick, colega de Rawls del departamento de filosofía de Harvard, cuya obra Anarquía, Estado y utopía (1974) hace una vigorosa defensa de un gobierno muy limitado que se reduzca a salvaguardar los derechos de propiedad e individuales. Según Nozick (quien también murió en el 2002), las personas son dueñas de sí mismas y tienen derecho a todas las compensaciones que sean capaces de obtener en su relación con los otros. El igualitarismo, afirmaba, se basa a fin de cuentas en la idea moralmente inaceptable de que las personas son dueñas parciales de los demás.
Del lado comunitario, Michael Walzer y Michael Sandel compartían parte del igualitarismo de Rawls, pero afirmaban que un igualitarismo coherente tenía que fundarse en la idea de que los individuos, en última instancia, son parte de una comunidad, están ligados por solidaridades profundas y valores comunes. Esa idea, sostenían los comunitarios, se oponía al concepto de Rawls de unas personas capaces de escoger independientemente, ligadas por un acuerdo social. Es más, esa concepción "individualista" era incoherente, y promoverla sería un peligro para los lazos de la comunidad, por prestarles demasiada atención a las libertades individuales de expresión y sindicación.
En suma, ambos sectores rechazaron la combinación propuesta por Rawls de liberalismo e igualitarismo.
Durante la reflexión sobre estas críticas, Rawls descubrió la necesidad de profundizar más en el problema del pluralismo religioso, moral y filosófico. Estas reflexiones culminaron en una obra publicada en 1993, Liberalismo político.
El liberalismo —se dio cuenta Rawls— puede concebirse en dos formas: como teoría general de la vida o como pensamiento político. Una filosofía liberal de la vida hace énfasis en la importancia de la opción personal autónoma como guía para la conducta del individuo. El liberalismo moral, como el profesado por Immanuel Kant y John Stuart Mill, sostiene que no vale la pena vivir sin opciones morales, y le resta importancia a la tradición, la autoridad y los textos religiosos en las opciones de vida. El liberalismo como perspectiva política no hace afirmaciones tan rotundas sobre la base de las decisiones personales. Más bien se compromete (entre otras cosas) con la garantía de las libertades individuales y políticas básicas, a través de un proceso democrático y un sistema de derechos individuales. Pero ese sistema político puede ser adoptado por ciudadanos con posiciones muy diversas respecto a la importancia de la opción, la tradición, la autoridad y los textos como guía para la conducta personal.
A Rawls le interesaba en particular la discrepancia entre el liberalismo moral laico y la orientación de la vida conforme a principios religiosos. Llegó a pensar que en su Teoría de la justicia había ligado demasiado estrechamente el liberalismo como filosofía a la política, como si sólo el liberalismo moral pudiera ser liberalismo político. De modo que revisó la presentación del concepto de la justicia como equidad para mostrar que una gran variedad de ciudadanos podía adoptar este concepto, como muchas otras doctrinas políticas liberales, como base para el debate político. El propósito de Liberalismo político era demostrar que el liberalismo es una perspectiva profundamente tolerante, que podían adoptar los seguidores de distintas corrientes del pensamiento sobre la vida, y que servía de punto de encuentro para el consenso, y proporcionaba la razón pública común de una democracia plural en lo moral y lo religioso.
En El derecho de gentes (1999), Rawls llevó su reflexión sobre la justicia al ámbito mundial —a una sociedad internacional compuesta de distintos "pueblos"— con valores, tradiciones e ideas de justicia diversos. De nueva cuenta, arranca de la idea de un acuerdo inicial. Pero los distintos pueblos, y no los individuos, deciden los principios que deberían gobernar la sociedad de pueblos —el "derecho de gentes". Para describir ese acuerdo, la tolerancia de nuevo desempeña una función central. Rawls sostiene que una sociedad democrática liberal no debería exigir que todas las sociedades sean democracias liberales, mucho menos que satisfagan plenamente los principios de justicia ni concepto liberal alguno de los que él propone. "Si se exigiera que todas las sociedades fueran liberales —explica—, entonces la idea del liberalismo político no expresaría la debida tolerancia con otras formas aceptables (en caso de que existan, según supongo) de organización de la sociedad." El derecho de gentes —sostiene— debería reconocer como miembros en igualdad de condiciones a todos los pueblos "decentes", los que no son agresivos en sus relaciones con otros, que respetan los derechos humanos y promueven el bien común de todos sus integrantes. Pero estos pueblos no necesitan establecer sistemas políticos democráticos liberales. Además de insistir en que todas las sociedades protejan los derechos humanos fundamentales, el derecho de gentes les impone a los pueblos el deber de garantizar que las sociedades "abrumadas" por las circunstancias —por ejemplo, la pobreza extrema— puedan llegar a ser justas o por lo menos decentes.
El Derecho de gentes decepcionó a algunos de los críticos de Rawls. Afirmaron que la justicia internacional debería exigirles a las sociedades algo más que lograr un mínimo aceptable de decencia. El derecho de gentes, concluyeron, es una decepcionante concesión al relativismo cultural. Pero Rawls no estuvo de acuerdo. La tolerancia, insistió, es un valor político fundamental: gracias a ella, los principios básicos de la cooperación internacional se vuelven aceptables para los distintos pueblos, que tienen "instituciones e idiomas, religiones y culturas distintivas, así como una historia propia y diferente", y no todos están de acuerdo con una visión liberal de la vida política. Al reconocer una gama de diferencias razonables no se está haciendo concesión alguna, sino acatando nuestras convicciones éticas más profundas.
Por su propio temperamento y convicciones intelectuales, Rawls pocas veces se pronunciaba en público sobre cuestiones políticas específicas. Pero sí criticaba el actual sistema estadounidense de financiación de las campañas políticas, que consideraba un insulto para la igualdad de los ciudadanos en la arena política. En El derecho de gentes criticó la decisión de Truman de bombardear con armas nucleares Hiroshima y Nagasaki. También manifestó su preferencia por lograr la justicia económica a través de una "democracia propietaria" —en la que se invirtiera mucho en educación y capacitación, y donde la propiedad de los bienes productivos estuviera muy dispersa—, en vez de un Estado convencional de bienestar, que se atiene a la redistribución de los ingresos del mercado. Y, con Robert Nozick y otros de los principales pensadores políticos, suscribió un "informe de los filósofos" presentado a la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, en el que la instaban a tomar muy en cuenta la autonomía personal cuando decidiera sobre el "derecho a morir".
La contribución original de John Rawls a nuestra cultura política, con todo, estriba principalmente en su filosofía política, contribución abstracta pero también profundamente práctica. Al defender ideales éticos que demuestran ser razonables y susceptibles de alcanzarse, la filosofía política se sitúa del lado de la esperanza, y combate el cinismo que se disfraza de realismo político. "Los debates sobre las cuestiones filosóficas generales —escribió Rawls— no pueden ser la materia diaria de la política, pero eso no le quita importancia a esas cuestiones, ya que lo que consideramos que sea la solución para ellas determinará la actitud de fondo de la cultura pública y la conducta política." Al rechazar la especie de que la política, en el fondo, se trata de mera coerción, la filosofía política se opone con sus propios medios a la ejecución práctica de esa repugnante idea. "[La filosofía política] Repercute en [nuestros] pensamientos y actitudes antes de llegar a la política misma, y limita o sugiere cómo participar en ella."
Los Aristófanes de este mundo —sin mencionar a los Maquiavelos— inevitablemente criticarán la filosofía por estar en las nubes o taparse los ojos. John Rawls lo sabía, y en uno de sus últimos ensayos reconoció que su obra les podría parecer "abstracta y simplona" a algunos lectores. Pero concluyó: "No me disculpo por ello."
© The Boston Globe
— Traducción de Rosamaría Núñez