¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA? Giorgio Agamben
A la pregunta de ¿qué es la filosofía? Agamben trata de responder con estos cinco ensayos que son, de alguna manera, la suma de su pensamiento.
Es un hecho sobre el que no se debería dejar de reflexionar que no hay ni ha habido nunca ninguna comunidad, sociedad o grupo que haya decidido renunciar pura y simplemente al lenguaje. Muchas veces se interrogó sobre cómo empezaron a hablar los hombres, y sobre el origen del lenguaje se propusieron hipótesis imposibles de verificar y sin ningún rigor; pero nunca se preguntó por qué continúan haciéndolo. Sin embargo, la experiencia es simple: se sabe que si el niño no se expone al lenguaje de algún modo dentro de los once años de edad, pierde irreversiblemente la capacidad de adquirirlo.
El hecho de que este experimento nunca se haya intentado, no sólo en los campos de concentración nazis sino tampoco en las comunidades utópicas más radicales e innovadoras, el hecho de que nadie –ni siquiera los que no habrían dudado ni un instante en quitarle la vida– haya osado asumir la responsabilidad de quitarle al hombre el lenguaje, parece probar más allá de toda duda la unión inseparable que vincularía la humanidad con la palabra. En la definición que sostiene que el hombre es el ser viviente que tiene el lenguaje, el elemento decisivo, con toda evidencia, no es la vida sino la lengua. Los cinco textos aquí reunidos contienen una idea de la filosofía que de algún modo responde a la pregunta del título.
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Giorgio Agamben
Los eclécticos ensayos del filósofo romano Giorgio Agamben (1942) tienen algo de abrumador. Sus exhaustivos desgranamientos etimológicos son algo más que una precaución filológica, son un gesto, una retórica estilística propia. Sus incontables referencias, lo exótico, lo variopinto, lo inesperado, lo amplísimo de su cultura lo convierten, en el terreno de la cita con nota a pie de página, en lo que en pianística se diría un virtuosso.
Sus obras nos pueden llevar de un oscuro poeta medieval a los cuentos de Kafka, desde los Padres de la Iglesia a un lingüista contemporáneo ruso,de unas disquisiciones cabalísticas nos podría trasladar, con fluidez, al pasaje de una carta de Walter Benjamin (a quien ha editado y traducido). Citas de un lexicógrafo alejandrino del siglo V, de Jung, de Platón, de Schelling, de Orígenes o de Arendt pueden salirnos al paso en unas pocas páginas agambenianas, que parecen cristalizar un caudal erudito inagotable. Innúmeros estudios estrictamente académicos y, usualmente, Aristóteles y Heidegger acompañan su fértil palabra rectora.
Es un autor inexcusable de la actual filosofía continental. Los ya lejanos textos de Estancias o el posterior Idea de la prosa daban cuenta de sus intereses estéticos. Con Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida, alumbrado a mediados de los 90, surgió una serie que le dio, definitivamente, verdadera notoriedad mundial.
Entre la biopolítica (creciente implicación de la vida natural del hombre en los mecanismos de poder) y la teología política (discurso en torno a los conceptos teológicos secularizados, como la soberanía y el estado de excepción), entre el derecho romano, Foucault y Schmidt, aquel discurso de Homo sacer cuenta con momentos de verdadero pathos. Por ejemplo, el tercer capítulo: "El campo de concentración como paradigma biopolítico de lo moderno".
La editorial Pre-textos ha ido publicando puntualmente la completa "serie Homo sacer" hasta hoy, así como la mayor parte de su obra. Anagrama ha divulgado también sus estilosas inquisiciones en nuestro país (Profanaciones, Signatura rerum…). De Hispanoamérica nos llegan títulos agambenianos con regularidad, como el reciente El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos (Adriana Hidalgo Editores).
La última vez que este intelectual estuvo en Madrid, cuando el Departamento de Filología Italiana de la Universidad Complutense de Madrid, con el Instituto Italiano de Cultura lo trajeron a dar una conferencia ("Del libro a la pantalla: el antes y el después de la obra") una muchedumbre se apelotonó en el paraninfo. Es un verdadero referente. Su última publicación en España es La muchacha indecible. Mito y misterio de Kore (SextoPiso, 2014).
-La infancia, presente en su texto La muchacha indecible, es un tema de gran importancia en su obra, en general.
-La infancia aparece como tema ya en mi libro de 1979 Infancia e Historia. La infancia es la verdadera imagen de la potencialidad. El hombre se vuelve humano quedándose en la potencialidad. Se puede decir que el hombre nace inmaduro, no apto para vivir, pero por eso capaz de todo, es omni-potente, sin ningún destino biológico determinado. Como ha mostrado el gran anatomista holandés Ludwig Bolk, el hombre es un animal que se queda en una condicion fetal y esta condición de permanente infantilidad es el fundamento de la cultura humana, y de su increíble desarrollo tecnológico.
-Hasta Homo sacer (1995) no se aprecia en su obra un intento de sistema filosófico. ¿Era algo que estaba gestando?
-Cuando escribí Homo sacer no imaginaba que sería necesario escribir otros ocho libros para completar la empresa que había iniciado incautamente. Sabía, es cierto, que se trataba no sólo de criticar y corregir los conceptos tradicionales de la política occidental, sino de poner en cuestión y repensar el lugar mismo del objeto de la política. Le daré una noticia que podrá interesar a algunos de sus lectores: acabo de terminar El uso de los cuerpos, el último volumen de la serie Homo sacer. El trabajo comenzado en 1995 y ahora terminado, finalmente.
-¿Cuál es el motivo principal a partir del cual se despliega esta serie de ensayos?
-Estoy convencido de que la única vía de acceso al presente es la arqueología. Podría decir, como Michel Foucault, que mis investigaciones históricas son la sombra que mi interrogación teórica del presente proyecta en el pasado. Si la palabra "Europa" tiene un sentido, no podrá ser sólo político, ni sólo religioso, y menos aún económico.
Consiste quizá en esto: en que el hombre europeo (a diferencia de los asiáticos y americanos, para los cuales la Historia y el pasado tienen un significado muy diferente) puede acceder a su verdad sólo a través de una confrontación con el pasado. Sólo haciendo cuentas con su historia. Por eso, por ejemplo, estoy dedicado a investigaciones sobre la historia de la teología.
Nuestra cultura está totalmente embebida de teología; y si no se comprende esto, se seguirán usando categorías teológicas sin advertirlo.
Filosofía hoy
Las consideraciones y terminologías de Agamben se transmiten en las universidades. Genera abundante bibliografía secundaria. Ha repartido su vida docente entre Verona, París, Venecia, Suiza y EE.UU. (varios de sus libros proceden de seminarios, como la brillante y, de nuevo, abrumadora investigación paulina de El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los romanos, editado por Trotta). Se recibe a Giorgio Agamben como a un gran referente en un mundo académico, en una época sin demasiadas referencias de pensamiento viviente.
-Quería referirme a su eclecticismo. En cierto sentido, usted, como señalado intelectual del inicio del siglo XXI, es representativo de un mundo filosófico donde la misma noción de "corrientes filosóficas" parece casi una ingenuidad. Un filósofo contemporáneo parece mucho más difícil de catalogar o adscribir a un movimiento que el de cualquier época previa de la historia del pensamiento. ¿Dónde sitúa usted su labor?
-Sí he tenido relación con algunos maestros. He tenido el privilegio de asistir en 1966 y en 1968 a los seminarios de Martin Heidegger en Le Thor. Y ha sido particularmente viva e importante mi relación con el pensamiento de Benjamin. Pero para mí la verdadera respuesta a su pregunta es que la filosofía no es una disciplina, la filosofía es una intensidad, que, como sucede en un campo magnético o en un campo eléctrico, puede atravesar cualquier ámbito y cualquier disciplina. Algo estético, algo religioso o económico puede resultar filosófico en la medida en que se aborda y se carga con una intensidad más fuerte.
-Por último, habiendo hablado de su posición filosófica dentro del todo, del panorama, hablemos de ese todo. ¿Cuál es la "situación general" del pensamiento occidental hoy?
-Hoy se habla de crisis, tanto en la economía como en la cultura. Pero la palabra crisis tal y como es utilizada hoy es un concepto, una palabra cotidiana, un "password" que sirve para hacer aceptar medidas que no hay por qué aceptar.
"Crisis" significa etimológicamente "juicio". En la medicina antigua designaba el momento en el cual el médico debía decidir si el enfermo iba a sobrevivir o a morir. En teología, "crisis" era el Juicio Final, que llegaba en fin de los tiempos.
Hoy, en cambio, el término se ha escindido de su origen para pasar a designar un momento temporal determinado, y ha devenido una condición normal, un instrumento normal de gobierno. Creo que es necesario devolver hoy su significado original de "juicio decisivo", del cual los ciudadanos deben reapropiarse.
https://m.elcultural.com/noticias/letras/Giorgio-Agamben-La-filosofia-no-es-una-disciplina-la-filosofia-es-una-intensidad/6424
GIORGIO AGAMBEN / SOBRE EL CONCEPTO DE EXIGENCIA (2° ENSAYO DE «¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA?»)
04/05/2017 ANÓNIMO
Giorgio Agamben ha publicado en 2016 un libro titulado ¿Qué es la filosofía? (Che cos’è la filosofia?, Quodlibet) donde, con un gesto usual de su estilo, rechaza tenazmente cualquier asignación de confines a este ámbito sui generis del pensamiento que consiste precisamente en invadir otros ámbitos y abrir así otro uso de ellos. Antes que una definición de la filosofía (que haría de ella algo como una «sustancia»), este libro es su pura exposición.
A continuación publicamos el segundo y más breve capítulo de este libro, donde realiza una retractación (en el sentido en que Agamben entiende este término, es decir, no como una cancelación de lo anteriormente dicho, sino como un volver a lo ya dicho para perfeccionarlo) del concepto de exigencia que ya en El tiempo que resta (2000), por ejemplo, había abordado tangencialmente.
Una y otra vez la filosofía se encuentra ante la tarea de una definición rigurosa del concepto de exigencia. Esta definición es tanto más urgente por cuanto puede decirse, sin ningún juego de palabras, que la filosofía exige esta definición y que su posibilidad coincide íntegramente con esta exigencia.
Si no hubiera exigencia, sino sólo necesidad, no podría haber filosofía. No lo que nos obliga, sino lo que nos exige; no el deber-ser ni la simple realidad factual, sino la exigencia: tal es el elemento de la filosofía. Pero también la posibilidad y la contingencia, por efecto de la exigencia, se transforman y modifican. Así pues, una definición de la exigencia implica como tarea preliminar una redefinición de las categorías de la modalidad.
Leibniz pensó la exigencia como un atributo de la posibilidad: omne possibile exigit existiturire, «todo posible exige existir». Lo que lo posible exige es devenir real, la potencia —o esencia— exige la existencia. Por esto Leibniz define la existencia como una exigencia de la esencia: «Si existentia esset aliud quiddam quam essentiae exigentia, sequeretur ipsam habere quandam essentiam, seu aliquid novum superadditum rebus, de quo rursus quaeri potest, an haec essentia existat, et cur ista potius quam alia».
(«Si la existencia fuera algo más que una exigencia de la esencia, de esto se seguiría que también ella tendría alguna esencia, es decir, algo que se agregaría a las cosas; y entonces podría nuevamente preguntarse si esta esencia a su vez existe, y por qué ésta en vez de otra»). En el mismo sentido, Tomás escribía irónicamente que «como no podemos decir que la carrera corre, así tampoco podemos decir que la existencia exista».
La existencia no es un quid, algo más con respecto a la esencia o a la posibilidad, es tan sólo una exigencia contenida en la esencia. Pero ¿cómo comprender esta exigencia? En un fragmento de 1689, Leibniz llama a esta exigencia existiturientia (término formado sobre el futuro infinitivo de existere) y es a través de ella como él buscó hacer comprensible el principio de razón. La razón por la cual algo existe en vez de nada «consiste en el predomino de las razones de existir (ad existendum) sobre aquellas de no existir, es decir, si es lícito decirlo con una palabra, en la exigencia de existir de la esencia (in existiturientia essentiae)».
La raíz última de esta exigencia es Dios («de la exigencia de existir de las esencias —existituritionis essentiarum— es necesario que haya una raíz a parte rei y esta raíz no puede ser sino el ente necesario, fondo —fundus— de las esencias y fuente —fons— de las existencias, es decir, Dios… Jamás, si no es en Dios y a través de Dios, las esencias podrían encontrar una vía para la existencia — ad existendum»).
Un paradigma de la exigencia es la memoria. Benjamin escribió una vez que, en el recuerdo, nosotros hacemos la experiencia de que aquello que parece absolutamente cumplido —el pasado— volverá a estar de golpe incumplido.
También la memoria, en cuanto que restituye incompletitud al pasado y de alguna manera lo vuelve así todavía posible para nosotros, es algo como una exigencia. La posición leibniziana del problema de la exigencia queda aquí invertida: no es lo posible lo que exige existir, sino lo real, lo ya sido lo que exige su posibilidad.
Y ¿qué es el pensamiento si no la capacidad de restituir posibilidad a la realidad, de desmentir la falsa pretensión de la opinión de fundarse sólo sobre los hechos? Pensar significa en primer lugar percibir la exigencia de aquello que es real de volver a ser posible, rendir justicia no solamente a las cosas, sino también a sus lágrimas.
En el mismo sentido Benjamin escribió que la vida del príncipe Mishkin exige permanecer inolvidable. Esto no significa que algo que ha sido olvidado exija ahora volver a la memoria: la exigencia concierne a lo inolvidable como tal, aun cuando todos lo habrían olvidado para siempre. Lo inolvidable es, en este sentido, la forma misma de la exigencia. Y ésta no es la pretensión de un sujeto, es un estado del mundo, un atributo de la sustancia — es decir, en las palabras de Spinoza, algo que la mente concibe de sí como constituyente de su esencia.
La exigencia es por tanto, como la justicia, una categoría de la ontología y no de la moral. Tampoco es una categoría lógica, en cuanto que ella no implica su objeto, como la naturaleza del triángulo implica que la suma de sus ángulos sea igual a dos ángulos rectos. Se dirá, por tanto, que una cosa no exige otra más, aun cuando, si la primera es, la otra será, sin, no obstante, que la primera la implique lógicamente o la contenga en su concepto y sin que obligue por esto a la otra a existir sobre el plano de los hechos.
A esta definición tendría que seguir una revisión de las categorías ontológicas que los filósofos se abstienen de emprender. Leibniz atribuye la exigencia a la esencia (o posibilidad) y hace de la existencia el objeto de la exigencia. Su pensamiento permanece, por tanto, todavía tributario del dispositivo ontológico, que divide en el ser esencia y existencia, potencia y acto y ve en Dios su punto de indiferencia, el principio «existentificante» (existentificans), en el cual la esencia se hace existente.
Pero ¿qué es una posibilidad que contiene una exigencia? Y ¿cómo pensar la existencia, si ella no es otra cosa que una exigencia? Y ¿si la exigencia fuera más original que la propia distinción entre esencia y existencia, posible y real? Si el ser mismo fuera pensado como una exigencia, no siendo las categorías de la modalidad (posibilidad, contingencia, necesidad) más que sus especificaciones inadecuadas, ¿qué habría que revocar definitivamente en su cuestionamiento?
Por el hecho de que la exigencia no es una categoría moral, sucede que de ella no puede provenir ningún imperativo, que, por tanto, ella no tiene nada que ver con un deber-ser. Pero, con esto, la moral moderna, que se declara extraña a la felicidad y ama presentase en la forma categórica de un mandato u orden, está condenada sin reservas.
Pablo define la fe (πίστις) como la exigencia (ὑπόστασις) de las cosas esperadas. La fe proporciona, por tanto, una realidad y una sustancia a aquello que no existe. En este sentido, la fe se asemeja a una exigencia, a condición, no obstante, de precisar que no se trata de la anticipación de una cosa por venir (como para el devoto) o que deba ser realizada (como para el militante político): la cosa esperada está ya completamente presente en cuanto exigencia. Por esto la fe no puede ser una propiedad del creyente, sino una exigencia que no le pertenece y lo alcanza desde el exterior, desde las cosas esperadas.
Cuando Spinoza define la esencia como conatus, él piensa algo como una exigencia. Por esto en la proposición 7 de la IIIa parte de la Ética: «Conatus, quo unaquaeque res in suo esse perseverare conatur, nihil est praeter ipsius rei actualis essentia», el término conatus no debe ser traducido, como a menudo sucede, por «esfuerzo», sino por «exigencia»: «La exigencia, a través de la cual cada cosa exige perseverar en su ser, no es nada más que su esencia actual».
Que el ser exija (o desee: el escolio precisa que el deseo —cupiditas— es uno de los nombres del conatus) significa que él no se agota en la realidad factual, sino que contiene una exigencia que va más allá de ésta. El ser no es simplemente, sino que exige ser. Lo cual significa, una vez más, que el deseo no pertenece al sujeto, sino al ser. Así como quien ha soñado una cosa, en realidad ya la ha tenido, del mismo modo el deseo lleva consigo su satisfacción.
La exigencia no coincide ni con la esfera de los hechos ni con la de los ideales: ella es, más bien, materia, en el sentido en que Platón la define en el Timeo como un tercer género del ser entre la idea y lo sensible, «que ofrece un lugar (χώρα) y una sede a las cosas que vienen a ser». Por esto, como de la χώρα, también de la exigencia puede decirse que la percibimos «con una ausencia de sensación» (μετ’ αναισθησίας — no «sin sensación», sino «con una anestesia») y con un «discurso bastardo y apenas creíble»: es decir, que ella tiene la evidencia de la sensación sin la sensación (como —dice Platón— ocurre en los sueños) y la inteligibilidad del pensamiento, pero sin ninguna posible definición.
La materia es, en este sentido, la exigencia que rompe la falsa alternativa entre lo sensible y lo inteligible, lo lingüístico y lo no lingüístico: hay una materialidad del pensamiento y de la lengua, así como hay una inteligibilidad en la sensación. Y es este tercer indeterminado lo que Aristóteles llama ὕλη y los medievales silva, «rostro incoloro de la sustancia» y «útero incansable de la generación», y del cual Plotino dice que es como «una impronta de lo sin forma».
Hay que pensar la materia no como un sustrato, sino como una exigencia de los cuerpos: ella es lo que un cuerpo exige y que nosotros percibimos como su más íntima potencia. Se comprende así mejor el nexo que vincula desde siempre la materia a la posibilidad (los platónicos de Chartres definían por esto la ὕλη como la «posibilidad absoluta, que mantiene a todas las cosas implicadas en sí mismas»): lo que lo posible exige no es pasar al acto, sino materiarse, hacerse materia.
Es en este sentido como deben entenderse las tesis escandalosas de aquellos materialistas medievales como Amalrico de Bena y David de Dinant que identificaban Dios y la materia (yle mundi est ipse deus): Dios es el tener lugar de los cuerpos, la exigencia que los signa y materia.
Como, según un teorema benjaminiano, el Reino mesiánico no puede estar presente en la historia más que en formas ridículas e infames, así, sobre el plano de los hechos, la exigencia se manifiesta en los lugares más insignificantes y según modalidades que, en las circunstancias presentes, pueden parecer despreciables e incongruentes. Con respecto a la exigencia, todo hecho es inadecuado, toda complacencia* insuficiente.
Y no porque ella exceda toda posible realización, sino simplemente porque ella no puede nunca ser colocada sobre el plano de una realización. En la mente de Dios —es decir, en el estado de la mente que corresponde a la exigencia como estado del ser— las exigencias están ya complacidas desde toda la eternidad. En cuanto que es proyectado en el tiempo, lo mesiánico se presenta como otro mundo que exige existir en este mundo, pero no puede hacerlo más que de modo paródico o aproximativo, como una distorsión, no siempre edificante, del mundo. La parodia es, en este sentido, la única expresión posible de la exigencia.
Por esto, la exigencia ha encontrado una expresión sublime en las beatitudes evangélicas, en la tensión extrema que separa el Reino del mundo. «Beatos** los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Beatos los mansos, porque poseerán la tierra. Beatos los que lloran, porque serán consolados… Beatos los perseguidos, porque de ellos es el reino de los cielos. Beatos ustedes cuando les maldigan y persigan…».
Es significativo que, en el caso privilegiado de los pobres y los perseguidos —es decir, en las dos condiciones a los ojos del mundo más infames— el verbo esté en presente: el reino de los cielos es aquí y ahora de aquellos que se encuentran en la situación más alejada de él. La extrañeza de la exigencia con respecto a toda realización factual en el futuro está aquí afirmada de la forma más pura: y, sin embargo, justamente por esto, ella encuentra ahora su verdadero nombre. Ella es —en su esencia— beatitud.
La exigencia es el estado de complicación extrema de un ser, que implica en sí todas sus posibilidades. Lo cual significa que ella se mantiene en una relación privilegiada con la idea, que, en la exigencia, las cosas son contempladas sub quadam aeternitatis specie. Como cuando contemplamos a la amada mientras duerme. Ella está ahí — pero como suspendida de todos sus actos, enrevesada y recogida en sí misma. Como la idea, es y, al mismo tiempo, no es.
Está ante nuestra mirada, pero dado que si necesitamos verdaderamente despertarla la perderemos. La idea —la exigencia— es el sueño del acto, la dormición de la vida. Todas las posibilidades están ahora recogidas en una única complicación, que la vida abandonará después conforme las explica — y que ya en parte explicó. Pero, de la mano del proceder de las explicaciones, cada vez más la idea se adentra y complica en sí inexplicable. Ella es la exigencia que permanece íntegra y sin libaciones en todas sus realizaciones, el sueño que no conoce despertar.
* Appagamento, lit. «apagamiento», en el sentido de un cese de los deseos.
** Beati. En castellano, lo sabemos, estos pasajes (Mateo 5:3-11) prefieren el término «bienaventurados»
https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2017/05/04/agamben-concepto-exigencia/