W. V. O Quine (1979)
¿Qué es esa cosa llamada filosofía? El profesor Adler considera que ha cambiado profundamente en el último medio siglo. Ya no se dirige al hombre corriente, ni afronta problemas de amplio interés humano. ¿Qué ha pasado? ¿hay algo reconocible como filosofía, que haya superado esos cambios? o ¿se ha transformado meramente la palabra “filosofía”, que antes se aplicaba a una cosa y ahora a otra?
Sin duda, Adler no está preocupado por algo tan superficial como la semántica migratoria de una palabra de cinco sílabas, por muy sonora que sea. El diría que la filosofía es en cierto modo la misma materia, a pesar de esos deplorados cambios. Podría mencionar para mostrar esto la continuidad de su historia cambiante. Pero la continuidad es igualmente característica de la semántica migratoria del pentasílabo. Podríamos evaluar mejor la cambiante escena si miramos más bien las tentativas y actividades efectivas, antiguas y nuevas, exotéricas y esotéricas, serias y frívolas, y dejamos que la palabra “filosofía” caiga donde pueda.
Aristóteles fue, entre otras cosas, un pionero en física y biología. Platón entre otras cosas fue en cierto sentido un físico, si la cosmología se considera una rama teórica de la física. Descartes y Leibniz fueron en parte físicos. La biología y la física se llamaban filosofía en aquellos tiempos. Fueron llamadas filosofía natural hasta el siglo diecinueve. Platón, Descartes y Leibniz fueron también matemáticos, y Locke, Berkeley, Hume y Kant fueron en gran parte psicólogos. Todas estas lumbreras y otros a los que veneramos como grandes filósofos fueron científicos en busca de una concepción organizada de la realidad. Su búsqueda fue incluso más allá de las ciencias especiales tal como las definimos ahora; había también conceptos más amplios y más básicos que desenmarañar y clarificar. Pero la lucha con estos conceptos y la búsqueda de un sistema a gran escala eran todavía parte integrante de la iniciativa científica global. Los logros más generales y especulativos de la teoría son lo que nosotros hoy en día recordamos como inconfundiblemente filosófico. Además lo que hoy se persigue bajo el nombre de filosofía tiene en gran medida esos mismos intereses cuando se lleva a cabo con la que creo su mejor técnica.
Hasta el siglo diecinueve, todo el conocimiento científico disponible de alguna importancia podía ser abarcado por una sola cabeza de primera categoría. Esta confortable situación terminó tan pronto como la ciencia se hizo más extensa y profunda. Se llenó de sutiles distinciones y proliferó la jerga técnica, que en buena parte era realmente necesaria. Los problemas de física, microbiología y matemáticas se dividieron en problemas subordinados, cada uno de los cuales, tomado fuera de contexto, parece inútil o ininteligible al lego; sólo el especialista ve como se engarzan en el cuadro más amplio. La filosofía hoy en día, donde estaba en continuidad con la ciencia ha progresado también. En ésta como en otras áreas de la ciencia, el progreso descubrió distinciones y conexiones relevantes que habían sido pasadas por alto en tiempos anteriores. En ella como en otras áreas, los problemas y las proposiciones se analizaron en sus componentes que, vistos de manera aislada, debían parecer poco interesantes o incluso peor.
La lógica formal completó su renacimiento y llegó a ser una ciencia seria, justo hace cien años de las manos de Gottlob Frege. Un rasgo llamativo de la filosofía científica de los años posteriores ha sido el uso, cada vez mayor, de la poderosa nueva lógica. Esto ha contribuido a una profundización de las intuiciones y a un afinamiento de los problemas y las soluciones. Ha contribuido también a una invasión de términos técnicos y símbolos que, mientras eran útiles a los investigadores, solían extrañar a los lectores legos.
Otro rasgo llamativo de la filosofía científica en este periodo ha sido un creciente interés por la naturaleza del lenguaje. En círculos responsables esto no ha significado un apartamiento de otras cuestiones más serias. Es un resultado de los escrúpulos críticos que se remontan siglos atrás a los empiristas clásicos ingleses Locke, Berkeley y Hume, y que aparecen más claramente en Bentham. En los últimos sesenta años se ha advertido de modo creciente que nuestras nociones introspectivas tradicionales (nociones de significado, idea, concepto, esencia, todas ellas indisciplinadas e indefinidas) proporcionan un fundamento desesperadamente débil e inmanejable para una teoría del mundo. El control se consigue centrándose en las palabras, en cómo se aprenden y se usan y en cómo se relacionan con las cosas.
La cuestión de un lenguaje privado, citada por Adler como frívola, es un caso apropiado. Se torna significante filosóficamente cuando reconocemos que una teoría legítima del significado debe ser una teoría del uso del lenguaje y que el lenguaje es un arte social, inculcado socialmente. La importancia de la cuestión fue subrayada por Wittgenstein y anteriormente por Dewey, pero la pierde cualquiera que tropiece con esa cuestión fuera de su contexto.
Por supuesto que mucha literatura producida bajo el título de filosofía lingüística es filosóficamente irrelevante. Algunos textos son divertidos o ligeramente interesantes como estudios lingüísticos, pero han ido a parar a las revistas de filosofía sólo por una conexión superficial. Otros de talante más filosófico son simplemente incompetentes, pues el control de calidad en la creciente prensa filosófica está lleno de fallos. La filosofía ha padecido durante mucho tiempo, a diferencia de las ciencias duras, un consenso vacilante en cuestiones de competencia profesional. Los estudiantes de los cielos se dividen en astrónomos y astrólogos tan fácilmente como pueden dividirse los rumiantes domésticos menores en cabras y ovejas, pero la separación de los filósofos en sabios y en chiflados parece ser más sensible a marcos de referencia. Así es quizás como debe ser, a la vista del carácter especulativo y no organizado de la materia.
Mucho de lo que había estado escondido en la física moderna se ha descubierto mediante su popularización. Estoy agradecido por esto, porque me gusta la física pero no puedo tomarla cruda. Un buen filósofo que sea un hábil expositor podría hacer lo mismo con la filosofía técnica habitual. Ello requeriría arte, porque no todo lo que es filosóficamente importante es necesariamente de interés común, ni siquiera cuando se expone con claridad y en su lugar. Pienso en la química orgánica; reconozco su importancia, pero no siento curiosidad por ella; tampoco veo por qué el hombre corriente debería preocuparse mucho por lo que a mí me interesa en filosofía. Si en lugar de haber sido llamado para participar en la serie de la televisión británica “Hombres de Ideas”, hubiera sido consultado acerca de su viabilidad, habría expresado mi duda.
Lo que he estado discutiendo bajo el título de filosofía, es lo que llamo filosofía científica, antigua y nueva, ya que es la disciplina cuya última tendencia Adler criticaba. Bajo este título impreciso no excluyo estudios filosóficos de valores morales y estéticos. Algunos de tales estudios, de carácter analítico, pueden ser científicos en espíritu. Pero, sin embargo, pueden ofrecer poca inspiración o consuelo. El estudiante que se dedique a la filosofía sobre todo por consuelo espiritual, se equivoca y probablemente no será nunca un buen estudiante, ya que lo que le mueve no es la curiosidad intelectual.
Escribir inspiradamente y de modo edificante es admirable, pero su lugar es la novela, el poema, el sermón o el ensayo literario. Los filósofos en sentido profesional no tienen especial idoneidad para ello. Tampoco tienen especial idoneidad para ayudar a la sociedad a que mantenga su equilibrio, aunque todos debamos hacer lo que podamos. Lo único que podría satisfacer estas necesidades que claman constantemente es la sabiduría: sophia sí, philosophia no necesariamente.
W.V. Quine: Theories and Things, The Belknap Press of Harvard U.P., Cambridge, Mass. 1981, págs 190-193.
(Traducido por Sara F. Barrena).
* Este texto fue escrito a petición de Newsday como respuesta a un texto de Mortimer Adler. Los dos iban a aparecer juntos bajo este título. Al publicarse el 18 de noviembre de 1979, lo que apareció bajo mi nombre había sido reescrito para adecuarlo al capricho del editor. Este es mi texto no corrompido.
Ver también: El holismo prágmático de Quine. Publicado en mi blog Polis vs Caos.
Ver también: Las paradojas de los dogmas del empirísmo
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